miércoles, 22 de julio de 2015

El Profe

A mi amigo Sebastián Sulima


Si un martes por la tarde pasás
por el barrio de Saavedra
en la estación de Saavedra
vas a estar lejos de Barracas.

Si te asomás
en la estación de Saavedra
por el barrio de Saavedra
a la Parrilla de Justo
un martes por la tarde
estamos lejos de Barracas
morfando junto a El Profe.

No voy a hablar de mí
tal vez sí
pero no de mí
sino de él
de El Profe.

No voy a hablar de la casa inundada
de música.
No voy a hablar de fútbol
porque no sé.
No voy a hablar de perros que amaban a los hombres
ni de hombres que amaban a los perros
ni de música.
ni de educación.
No voy a hablar de mujeres, ni de nombres
ni de padres
ni de madres.
No puedo.
No quiero.

Voy a hablar del silencio.
Porque por lo que sabemos
yo hablo
El Profe hace silencio.

Porque cuando vamos juntos a Saavedra
cuando bajamos en la estación de Saavedra
y entramos a la Parrilla de Justo
(o sea que me invita a su casa)
no puedo hablar
no quiero hablar.
Escucho en silencio
el silencio
su silencio.

Para cuando nos apostamos, en silencio, en la trinchera de heladeras
ya lo saludaron, en silencio, hasta las baldosas.
Hola, Profe. Atendélo bien, al Profe. Y él asiente en silencio.
Y comemos, en silencio, riñón, papafrita, provoleta.
Y fumamos, en silencio, mirando los rieles
de la estación de Saavedra
del barrio de Saavedra
lejos de Barracas.
Y hablamos en silencio.
Ese silencio

Ese silencio, te suspiran las minas.
Ese silencio, nos quejamos los pibes.
Ese silencio, temen las gallinas.
Ese silencio, respetan los rivales.
Ese silencio, que aprenden los chicos.

Ese silencio íntimo como un grito primal
se escucha perfectamente en Tokyo.
Ese silencio es El Profe.

“El Profe no hace silencio”, pienso en silencio,
“sos vos, que hablás demasiado.”

Barracas, veintidós de julio de dos mil quince.





lunes, 13 de julio de 2015

Vomité un conejo, Andrée, mala mía.

Se decían cosas ridículas.
Aparatos del deseo.
El contexto desaparecía cada vez que los ojos se hallaban.
Con texto les parecía toda vez que escribían que se amaban.
Es ridículo, pero cojían con palabras.

Se sentían cosas ridículas.
Amparados en rodeos.
Se suponían escritos por una tinta deliciosa.
Y se ponían vocativos tipo hermosor, linda, preciosa.
Muy ridículos, como conejos de Cortázar.

Se decían algo ridículo.
Afanado de sus cuentos.
Un conejo sale de tu boca, lo que decís sin pensar.
Un cortejo nunca se equivoca: yerro feliz, libertad.
Tan ridículos, que si perdían también ganaban.

Se sentían algo ridículos.
Alternando con los besos.
Así, a decir de su lengua, no dejo salir un conejo.
Así adheridas las lenguas ¿no son orejas de conejo?
Bien ridículo, yo les juro que igual pasaba.


Ciudad de las Promesas, trece de julio de dos mil quince